[Crónicas]. De ronda en ronda: la vigilancia como oficio.

El oficio del vigilante de barrio, como muchos otros, no es bien valorado; parece ser un indicador más de la alta informalidad que existe en este país. El fin de esta crónica es visibilizar y empoderar este oficio en tanto oficio: darle “letra” a aquellos que nos esperan siempre hasta altas horas de la noche y nos despachan con un “buenos días” al inicio de cada jornada.

Por:Juan David Mesa Vie, 10/07/2016 - 16:55
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De ronda en ronda: la vigilancia como oficio
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Cuando le toca de día está bien. Cuando le toca de noche, también. No importa el horario en que le toque presentarse para cuidar la seguridad de un conjunto de personas encerradas en su intimidad: ya se acostumbró hace mucho. Y es que a El vigilante, personaje principal, argumento de esta crónica, no le importa tener que pasar ocho horas diarias de su vida, incluso más, teniendo que dar vueltas y vueltas para asegurarse que todo está “bien”. Trasnochar se convierte en su principal hábito; quedarse dormido también; es un ser humano. Su oficio, como lo podrá inferir el lector, es brindar seguridad.

Dado que la seguridad en este contexto, como relación social, es una percepción de confianza de un conjunto de sujetos (quienes quieren estar seguros) con respecto a quien la brinda (el vigilante), me interesa proponer tres reflexiones acerca de la vigilancia como oficio a partir de mis observaciones sociológicas cotidianas a través de varios años en Cali, Colombia. Y me interesa particularmente el vigilante de barrio, aunque en algunos casos las reflexiones apliquen también al de una unidad, un negocio o un conjunto cerrado. En primer lugar, la seguridad comienza a construirse a partir de la relación de confianza que evoca o no el cuerpo de El vigilante. En segundo lugar, el oficio de la vigilancia materializa, necesariamente, la segregación espacial que existe en nuestras ciudades colombianas (hablo por Cali, pero esta es una realidad nacional). En tercer lugar, pensando específicamente en el vigilante de barrio, este oficio, como muchos otros, no es bien valorado; parece ser un indicador más de la alta informalidad que existe en este país. De ahí que el fin de esta crónica es visibilizar y empoderar este oficio en tanto oficio: darle “letra” a aquellos que nos esperan siempre hasta altas horas de la noche y nos despachan con un “buenos días” al inicio de cada jornada.

Cuerpos (in) seguros, la paradoja de la seguridad y la dignidad del oficio.

En aquella época, cuando yo tenía algo así como 14 años, él, Nacho, tenía 55. Yo no lo podía creer: ¡un señor montando cicla día y noche, trasnochando y pasando la penurias de la lluvia o el sol, en una pequeña cabina de menos de un metro de ancho! Para mí, Nacho daba la impresión de ser más joven, además, porque se veía joven. Nacho era algo así como un héroe para mí. Era cercano, alguién con quien conversaba de todos los temas en la acera; es que escuchando radio día y noche, ¿cómo no me iba a hablar de todo?

En ese entonces el barrio en el que vivía era de estrato medio-alto con pocos problemas de inseguridad. Mi cuadra, la que cuidaba Nacho y otro vigilante con el que casi no tenía contacto, de unos 1.50 metros, estaba compuesta por 22 más o menos. Si bien cada casa aportaba una “cuota de seguridad”, quien contrató a Nacho y al otro vigilante era un señor, “de los primeros de la cuadra”, que se encargaba de recoger el dinero y hacer el pago. Sin embargo, como en cualquier barrio y cuadra, había una especie de “junta administrativa” con los amigos del señor y su esposa, que también tenían voz y voto para decidir sobre asuntos en materia de seguridad (no se decidía sobre nada más porque no era una unidad).

Teniendo en cuenta que no habían mayores asuntos por los cuales preocuparse en términos de la seguridad, el malestar de la junta siempre fue su permanente desconfianza en Nacho: “hay que tener cuidado, él sabe a qué hora nos vamos y volvemos”. Muchas veces los comentarios giraban en torno a que el vigilante ideal no debía tener un aspecto que denotara ganas de robarlos (¡como si eso se pudiera observar per se!). Todos esos comentarios aparecían casualmente cuando el señor iba a cobrar la cuota: ¿buscaban acaso legitimidad para sacar a Nacho? Lo curioso, además, era que con el otro vigilante no era tan evidente la desconfianza; pero ¿por qué? En ese momento, ingenuamente, pensaba que querían sacar a Nacho por su edad, aunque el otro vigilante era solo pocos años menor. Ahora, años después, hablando con Nacho ya no como un joven de 14 años sino como sociólogo puedo darme cuenta de una realidad cotidiana común en Cali y en Colombia: el otro vigilante era un señor mestizo; Nacho era afro.

El asunto era claro. Nacho no era propicio para ofrecer seguridad porque su cuerpo afro no evocaba confianza. De modo que no se trataba tanto de que Nacho “sabía todos nuestros movimientos” y por eso no es de confiar; se trataba de que Nacho, en tanto afro, sabía de las supuestas agendas de todos los vecinos y por eso no era de confiar; al fin y al cabo el otro vigilante también tenía esta información. Su condición afro, per se, era lo que generaba inseguridad en este caso que describo. Pero Nacho no es el único caso. Fíjese usted, cuando va a un centro comercial, a un restaurante, incluso en sus barrios o unidades residenciales, ¿cuántos de los vigilantes son afro? Esto no quiere decir que no haya vigilantes afro; quiere decir que la poca incursión de personas afro a la vigilancia es un posible indicador de una realidad de segregación que se circunscribe a partir del color de la piel.

¿Cómo sería, entonces, el día a día de un vigilante afro en estos distintos espacios? Podría ser, como me diría Nacho un día entre risas, que el vigilante termine siendo el vigilado. Hay empresas de seguridad que contratan muchas personas para este oficio, ¿cuáles serán sus requisitos? En un aviso de empleo para vigilancia que encontré en google, dice lo siguiente: Se busca hombre, de al menos 23 años. Mínimo 1.70 cm de altura. Con conocimiento de la dinámica de robo con cortafríos y maletas forradas. Con carácter para manejar y contener personas intentando hurtar. Adicionalmente, con vocación de servicio, excelentes modales, buena dicción para dar bienvenida a todos los clientes. Preferiblemente, que hayan prestado servicio militar.

No quiero dejar de lado la dimensión de género en esta discusión. ¿Cuántas mujeres vigilantes hay en las distintas esferas que he mencionado? Si el cuerpo afro para muchas personas puede generar desconfianza por la inseguridad que puede provocar, el cuerpo femenino pareciera generar escepticismo en este oficio por la “poca seguridad” que puede brindar. Las pocas mujeres que he visto de vigilantes han sido en el contexto hipervigilado de un centro comercial, pero más en la labor de entrega y recibimiento de tiquetes de parqueo para los usuarios que entran y salen. Por supuesto que, históricamente, ha existido una división sexual del trabajo que ha marcado qué oficios son mayoritariamente masculinos y cuáles femeninos. La vigilancia, que parece exigir fuerza y temperamento ha sido dominada por hombres; y más en Colombia en donde el peso de ciertas tradiciones ha permeado aún más esta división. Esto puede ser fundamental si tenemos en cuenta que muchas mujeres pueden no tener la motivación para realizar oficios de este tipo. Pero, ¿qué pasa con aquellas mujeres que sí? Hay un antecedente clave muy evidente que podemos ver día a día en nuestra vida cotidiana: mujeres policías y militares. Cada vez más vemos cómo las mujeres comienzan a ocupar cargos en estas esferas de la seguridad, aunque el peso de la división sexual del trabajo siga vigente; en la línea de fuego siguen siendo los hombres los que van a la “guerra”.

Además de la paradoja del cuerpo (in) seguro que se hace evidente en el oficio de la vigilancia, reitero otro asunto fundamental: el oficio de la vigilancia materializa, necesariamente, la segregación espacial en las ciudades. Alguna vez se han preguntado ¿dónde vive el vigilante que cuida su cuadra o unidad? Si hacen el ejercicio se darán cuenta que la mayoría viven en zonas periféricas de sus ciudades en donde no hay rejas ni vigilantes para prestar seguridad. Nacho, por ejemplo, vivía en el Distrito de Aguablanca en Cali. En algunas de nuestras conversaciones traía a colación cómo en ciertos espacios de la ciudad la inseguridad se había normalizado: “en este barrio la gente se queja por bobadas … acá no ve uno que maten gente”; en su barrio, por el contrario, era “pan de cada día”. La misma experiencia viven los vigilantes de unidades que son contratados por empresas de seguridad. En sus barrios la seguridad “privada” no existe más allá de la que “presta” el Estado con la presencia de cuerpos policiales.

Si observamos un mapa que señale zonas y barrios de una ciudad como Cali en donde predomine la seguridad privada prestada por empresas o de manera informal y le sobreponemos un mapa que muestre la ubicación de los CAI de la Policía, nos encontraremos con una realidad paradójica. Cuatro de los cinco distritos en los que están distribuidos los CAI están ubicados en zonas donde, además, hay vigilancia privada; solo hay un distrito, “Los mangos”, para una porción del Distrito de Aguablanca. Según datos del DANE, Aguablanca representa en habitantes la tercera parte de la población total de Cali: una ciudad con más de dos millones de habitantes. ¿Quién cuida a quiénes nos cuidan? ¿Quiénes se encargan de vigilar las casas de quienes no están?  ¿por qué al otro lado de la ciudad están cuidando? ¿Quiénes cuidan a los hijos de quienes nos cuidan (incluyamos acá el caso de las mujeres de trabajo doméstico que nos hacen de comer)? Podríamos decir que el Estado con sus fuerzas de Policía pero, ¿será suficiente con hacer una presencia de carácter represivo y espontáneo? Más allá de la estrategia de los CAI móviles, todo apunta a que la seguridad es para quienes pueden pagarla; aunque ni pagando nos salvamos de los robos en los semáforos.

Cabe señalar que en Cali hay una obsesión con el tema de la seguridad. Edgar Vásquez, en su libro “Historia de Cali en el siglo 20: sociedad, economía, cultura y espacio.” (publicado en 2001 por la Universidad del Valle) señalaba cómo desde finales de los años 70 se comenzó a evidenciar el fenómeno de la “reja” en Cali. Por la amenaza que suponía en aquella época el narcotráfico, se comenzaron a encerrar las unidades, casas residenciales, centros comerciales y cualquier construcción visible. Muchas empresas de seguridad nacieron en ese momento. En los barrios eran los vecinos quienes, en una dinámica de fuerte cohesión social y sentido de pertenencia hacían las veces de guardianes de la cuadra. Pero en la medida en que la seguridad, en tanto discurso, comenzó a tener una fuerte incidencia en las dinámicas urbanas, todo se inclinaría hacia el “encierro”. Esto da cuenta, por un lado, de cómo el Estado ha sido insuficiente en la prestación de seguridad a la sociedad civil. Pero, sumado al hecho de que incluso la seguridad del Estado es también muy incipiente para algunos en determinadas zonas periféricas de las ciudades; por el otro, de una fuerte segregación espacial mediada por esa obsesión de la seguridad. Mientras unos se encierran y acuden a la vigilancia privada, muchos de quienes no pueden pagarla ni recibirla de parte del Estado, la prestan: lo hacen como oficio.

Lo curioso es cómo esa segregación supone para el vigilante un esquema de vivencias que le permiten tener, más que nadie, experiencias y habilidades para prestar el servicio de seguridad. Muchos de estos hombres, al vivir en barrios en donde la inseguridad se ha normalizado y en donde no existe quién cuide sus intereses y los de sus familias, han adquirido habilidades para lidiar con estos asuntos ellos mismos. Muchos, a su vez, han prestado servicio militar; no es raro entonces que en esos avisos como el que mostré más arriba se “prefieran” personas con dicha experiencia. Nacho, por ejemplo, sin más opciones, prestó servicio. Todos los vigilantes de mi unidad actual prestaron servicio. Todos ellos, en sus hogares y barrios, deben continuar con su rol de vigilantes: “mantener el ojo abierto y el bolillo puesto”, me diría Nacho una vez.

Todas estas reflexiones me interesan por un asunto: dignificar y visibilizar el oficio de El vigilante, sobre todo el de barrio, ese que trabaja 84 horas a la semana y que, además de tener que vivir la segregación día a día, no es tratado como igual en sus derechos laborales. Me interesa porque no me parece justo que Nacho, ya con 65 años, no tenga pensión después de haber trabajado más de 35 años de su vida, 12 horas al día, de lunes a domingo, muchas veces trasnochando. Me interesa porque, así como Nacho, hay un sinfín de historias de vida de vigilantes, celadores o “guachimanes” en nuestras ciudades colombianas, que nunca tuvieron vacaciones, primas, un subsidio de transporte que le ayudara a atravesar toda la ciudad para llegar a su trabajo y un seguro social para resguardar la salud de esos cuerpos cansados de tanto vigilar. Me interesa porque todavía hay vigilantes de la tercera edad con un bolillo en una mano y el radio en la otra, cuando deberían estar descansando y disfrutando de su pensión. Me interesa porque, sin saberlo, hice parte de un sistema que no dignificó la labor de un vigilante impecable como Nacho. El oficio de El vigilante, como muchos otros, merece nuestro respecto y gratitud, tanto en el aspecto relacional como en el jurídico. Al fin y al cabo, como sujetos de derecho, nuestros vigilantes de barrio pueden cuando quieran reclamar su pensión por sus años de servicios; y en algunos casos, sus prestaciones legales. Si bien la regulación legal del servicio de vigilancia y seguridad privada establece que éste deber ser prestado por una empresa de seguridad, ello no exime de pagar al vigilante de barrio todo lo establecido en el código laboral.

Usted alguna vez se ha preguntado ¿cuánto gana su vigilante? ¿si recibe todas las prestaciones legales? ¿cuántas horas trabaja? ¿si cuenta con un espacio para resguardarse cuando llueve o hace sol de forma inclemente? ¿dónde vive? ¿cuánto se demora en llegar a su casa después de trabajar 12 horas? ¿si tiene problemas de insomnio? ¿cuántos hijos tiene que mantener? Los y las invito a que se hagan todas estas preguntas y a que respondan siempre, sin tapujos y con amabilidad sincera, el cordial “buenos días” del Nacho de su barrio.